AJUSTES RAZONABLES EN EL NOTARIADO COLOMBIANO


Las personas sordas, ciegas y sordociegas

Eugenio Gil Gil

  1. El Notariado como institución social, función pública y servicio a cargo de particulares.


     Históricamente las sociedades crean y cimentan instituciones para resolver en forma colectiva problemas comunes de sus asociados, que a ellos no les es posible solucionarlos individualmente. Así han nacido el Estado mismo, con sus guardianes, en todo el sentido integral y virtuoso de Platón, los ordenamientos jurídicos, la administración de justicia, y demás entidades, órganos y dependencias públicas. En el desarrollo histórico de la organización estatal, la orientación dada a la burocracia y a la economía, además de la complejidad de las relaciones sociales, han devenido en la participación de los particulares en la dotación de bienes y en la prestación de servicios que el Estado no puede suministrar en forma eficiente y eficaz, o cuando renuncia a hacerlo dentro del marco de un modelo político-económico de corte neoliberal. Una de esas instituciones, el Notariado, fue acogida en Colombia en 1852, por el gobierno de José Hilario López, que instauró un régimen liberal de avanzada en la entonces Nueva Granada. Desde aquel momento pervive esta Institución como servicio público, y función estatal, que goza de expresa regulación constitucional, en el canon 131 de la Carta Fundamental de 1991. Con unas particularidades especiales: Es prestado por “los notarios” y no por funcionarios del Estado (i), sólo puede accederse al cargo en propiedad mediante “un nombramiento (ii), previa la superación de un “concurso” de méritos (iii), con un “régimen laboral para sus empleados”, que debe establecer (aún no lo ha hecho) el Legislador (iv). Además, es sujeto de una tributación extraordinaria para “la administración de justicia(v), como agregado a los impuestos de renta y patrimonio de los profesionales. Subrayé el adjetivo posesivo "sus" del texto supralegal, para resaltar que los empleados al servicio del notario tampoco son oficiales del Estado, ni de los anteriores notarios que han ocupado similar función, ni mucho menos de los futuros que en algún momento podrán reemplazarlo.


     Primer corolario a deducir del ordenamiento constitucional es que el notario es un particular persona natural. No es una entidad del Estado, ni es una empresa pública. Solo bajo este entendido puede ser el notario titular de un fuero, que lo da el decreto de designación seguido de la posesión en el cargo. Igualmente, sólo un sujeto de la especie humana ha de someterse al sistema meritocrático de selección que lo incorpora a una ocupación estructurada profesionalmente y de difícil alcance para quienes no tienen una acendrada formación jurídica y acreditada experiencia profesional, bajo un sistema de carrera regentado por el Consejo Superior que integran los presidentes de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado, la Procuraduría General de la Nación, el Ministro de Justicia y dos (2) 

notarios que ya estén en ejercicio del cargo. Una carrera diferente a las otras consagradas en el artículo 130 de la Constitución, administradas éstas por la Comisión del Servicio Civil, órgano gubernamental de conformación distinta. Como lo ha señalado la Corte Constitucional, en sentencias que hoy son muchedumbre, el notario es una autoridad que no ostenta la categoría de funcionario o empleado público, aun cuando ejerce una función estatal: la fedataria, o poder de dar fe de hechos, actos y negocios que requieren de su autorización. Basta leer las actas de la Asamblea Constituyente de 1991, a las que me remito para no hacerme extenso, para advertir los interesantes debates suscitados en torno a esta temática. Cito sólo el punto 4.2 desarrollado en la sentencia C-421 de 2006, que deja en claro que el notario no es una “entidad” pública, ni tampoco una persona jurídica de derecho privado:


“4.2 Al respecto la Corte constata que, como se desprende  de las consideraciones preliminares de esta sentencia, si bien al expedir la Ley 588 de 2000 el Legislador  reitera el mandato constitucional según el cual el nombramiento de los notarios en propiedad se hará mediante concurso de méritos  y  en ese sentido señala que los nombramientos en interinidad  solo podrán hacerse mientras se realiza el  respectivo concurso (art. 2); establece  que los notarios serán nombrados por el gobierno, de la lista de elegibles que le presente el organismo rector de la carrera notarial y   que el organismo competente señalado por la ley, convocará y administrará los concursos, así como la carrera notarial (art. 3); fija criterios para la calificación de los concursos  haciendo énfasis en  la experiencia e idoneidad de los candidatos  (art. 4); establece algunas garantías para los actuales notarios  bajo el presupuesto de la necesaria realización de concursos  (art. 7);  y afirma enfáticamente que “Cualquier concurso para notarios que en la actualidad se esté adelantando tendrá que ajustarse a lo preceptuado en esta ley”, al mismo tiempo  en el artículo 11  de la misma Ley  deroga  la única norma con fuerza de ley  existente en la que se establece un órgano competente para esos efectos”.


     Una segunda conclusión emerge de otro texto constitucional: el artículo 365, marco supralegal de los servicios públicos. Como tal, la institución Notarial está sometida “al régimen jurídico que fije la ley”. Por tal razón, Corte Constitucional y Consejo de Estado solo reconocen como vigentes tanto las reglas preconstitucionales del Decreto Ley 960 de 1970 (EN), reglamentado por el Decreto 2148 de 1983 (hoy incorporado al Decreto 1069 de 2015), así como la Ley 588 de 2000. De modo que, al estar el servicio notarial a cargo de unos “particulares” (los notarios), debe prestarse en forma “eficiente”, es decir, bajo el principio "de economía”, enlistado en el artículo 209 de la Carta como imperativo categórico de toda función administrativa, cual la encargada a los notarios en los trámites que el Legislador le ha encomendado y desarrolle un importante papel de constructor de paz y operador 

de toda una justicia ex ante o preventiva. Así se ha tenido a lo largo de los 171 años de esta Institución en Colombia, que no por antigua se preserva con su rol necesario en la consolidación de la armonía social, al dotar los actos y negocios jurídicos de uno de los valores más importantes de una sociedad democrática: la seguridad jurídica. Más de siglo y medio de existencia con una capacidad de adaptación a los cambios que la posmodernidad ha traído aparejada, interrumpidos durante los tres años de vigencia de su oficialización dispuesta en los artículos 1º y 28 del Decreto Ley 2163 de 1970, que transmutó a los notarios en “funcionarios públicos”, nefasto cambio que debió ser revertido con la expedición de la Ley 29 de 1973.


     La función administrativa notarial se sujeta, como se advierte, al principio de legalidad, valor inherente al Estado Social de Derecho, que irradia al notario como “autoridad pública”, categorización ésta hecha por la Corte Constitucional en varias sentencias, resumidas con mayor hondura en la C-1508 de 2000, de la que se extraen dos apartes que bastan como botones de muestra: 1) “La función fedante, como se denomina la facultad del notario de dar fe, es una atribución de interés general propia del Estado, que aquél ejerce en su nombre por asignación constitucional, en desarrollo de la cooperación que el sector privado ofrece al sector público en virtud del fenómeno de la descentralización por colaboración”, y 2) No cabe duda de que el notario cumple, en desarrollo de sus actividades, funciones administrativas que aparejan potestades, que le  han sido atribuidas por la ley. Ese poder o autoridad se traduce en una supremacía de su operador sobre quienes están dentro de un ámbito de actuación que le ha sido delimitado por la ley, de manera que éstos quedan vinculados jurídicamente con aquél dentro de una relación de subordinación, para el ejercicio de sus derechos o la realización de las actividades que supone la prestación de un servicio”.


     Se colige del alcance que la jurisprudencia le ha dado a la función notarial, y a la condición del notario como autoridad, que, por virtud de este principio, la norma de normas lo obliga a no infringir la Constitución Política (CP) ni las leyes, y a responder por omitirlas o extralimitarlas (art. 6º CP). Así las cosas, toda la actividad de los notarios está sujeta a unas reglas superiores que tampoco puede soslayar. Incluso, la interpretación del notario es cuantitativamente muy estrecha, y si bien debe actuar con independencia crítica frente al derecho, de conformidad con el artículo 7º del D.L. 960/70 o Estatuto Notarial (EN), ha de ser sumamente responsable en ejercicio de su profesión, de modo que, figuradamente, por los intersticios que puedan quedar entre las preceptivas de la citada codificación

y el contenido de una escritura pública no ha de pasar una hoja de las utilizadas por el notario para redactarla. Por lo mismo, en cumplimiento de sus deberes, tiene que ejercer un control riguroso que cierre las puertas a la jurisdicción, y ha de actuar como un conciliador para prevenir los conflictos familiares y económicos involucrados en su quehacer dentro de los trámites no contenciosos que el Legislador le ha confiado.


     Manda el artículo 6º del Estatuto que, con relación a lo que las partes digan al otorgar un instrumento, el notario “velará por la legalidad de tales declaraciones y pondrá de presente las irregularidades que advierta, sin negar la autorización del instrumento en caso de insistencia de los interesados, salvo lo prevenido para la nulidad absoluta…” Es todo un bloque normativo al cual se somete el fedatario. No tiene alternativa ante esa espada de Damocles. A diferencia de un particular carente de fuero, que solo responde por la infracción de la ley, al escribano le está prohibido infringirla, omitirla y extralimitarla. Mientras aquellos pueden emplear sus criterios personales “para acomodar las determinaciones generales de la ley a sus hechos e intereses peculiares”, conforme al artículo 26 del Código Civil, en cambio los jueces no pueden decidir dictando reglamentos ni disposiciones generales, como ordena el artículo 17 ibid., y a los notarios les está vedado amoldar la ley a los asuntos que tramita. Esto, porque el 7° precepto del Estatuto Notarial lo subyuga “al servicio del derecho y no de ninguna de las partes”.


      Queda claro, entonces, que el notario no es una entidad estatal, ni asume en manera alguna obligaciones que por mandato de la Constitución, y de la ley, compete a los servidores públicos, sean del sector central, descentralizado, o de las distintas ramas del poder. Actúa como prestador de un servicio público, de  conformidad con la regulación dictada específicamente para el Notariado. Así, pues, los usuarios no pueden exigir de estos que despachen cuestiones o peticiones que las leyes vigentes no le han delegado, por carecer de potestad extra o praeter legem. Tampoco las autoridades administrativas, ni las judiciales, pueden imponérselas, por el principio de independencia que impide a dichos servidores actuar como superiores jerárquicos o funcionales de los notarios. Pero, además, porque la regulación de los contenidos y las formas del servicio público notarial sólo pueden ser establecidos por una ley o decretos extraordinarios con esa fuerza vinculante que emerjan de una delegación legislativa de expresas facultades para ello. Nunca por reglamentos ordinarios del Gobierno, ni amparados en facultades otorgadas para propósitos ajenos al notariado, por la potísima razón de la consagración en la Constitución (artículo 131) de una “reserva de ley”, una “institución jurídica, de raigambre constitucional, que protege el principio democrático, al obligar al legislador a regular aquellas materias que el constituyente decidió que fueran desarrolladas en una ley. Es una institución que impone un límite tanto al poder legislativo como al ejecutivo. A aquél, impidiendo que delegue sus potestades en otro órgano, y a éste, evitando que se pronuncie sobre materias que, como se dijo, deben ser materia de ley”. 

          En la sentencia antes citada, la C-421 de 2006, sostuvo además la Corte Constitucional:


    “De acuerdo con el artículo 131 de la Constitución compete a la ley la reglamentación del servicio público que prestan los notarios y registradores, la definición del régimen laboral para sus empleados y lo relativo a los aportes como tributación especial de las notarías, con destino a la administración de justicia.

    Dicho artículo superior señala en su segundo inciso  que el nombramiento de los notarios en propiedad se hará mediante concurso.

    El tercer inciso del artículo establece que corresponde al Gobierno la creación, supresión y fusión de los círculos de notariado y registro y la determinación del número de notarios y oficinas de registro.

    Dicho artículo resulta pertinente concordarlo con el artículo 150 numeral 23 que señala que compete al Congreso  expedir las leyes que regirán  el ejercicio de las funciones públicas y la prestación de los servicios públicos.

    De dicha concordancia se desprende que en esta materia se estableció i) una clara reserva de ley [22] en cuanto a la reglamentación del servicio público que prestan los notarios (…)”


       

       2. El principio de legalidad y los discapacitados.


       A las autoridades no le es dado pretender que el notario desconozca las formas y los procedimientos dispuestos en la ley que le otorgó competencias, pues éstas hacen parte del núcleo esencial del principio de legalidad. En este sentido, por regla general todos los ciudadanos pueden solicitar a un notario la prestación del servicio notarial a su cargo, siempre que gocen de capacidad para actuar, que se presume la tienen todos los mayores de edad, más extensa a partir de la Ley 1996 de 2019, y excepcionalmente algunos menores cuando la ley permite que sean oídos por el notario, como en el reconocimiento de su orientación sexual para efectos de modificar el componente de género en su registro civil. Y quien sufra un grado de discapacidad tal que dificulte expresar su voluntad con suma claridad sólo podrá actuar a través de otra persona denominada “de apoyo”, con lo cual se asegura que alguien con alguna discapacidad cognitiva o sensorial pueda ejercer su capacidad legal, sea mediante “la asistencia en la comunicación, la asistencia para la comprensión de actos jurídicos y sus consecuencias, y la asistencia en la manifestación de la voluntad y preferencias personales” (artículo 3º numeral 4, de la Ley 1996/19).


         Esta nueva preceptiva. dictada en cumplimiento de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, y demás pactos, convenios y convenciones internacionales sobre derechos humanos, aprobados por Colombia, se halla incorporada a la legislación nacional a partir de la vigencia de la Ley 1346 de 2009 (31 de julio), declarada ajustada a la Constitución Política, en la sentencia C-293 de 2010. Es, sin lugar a dudas  todo un plexo normativo integral que define a las personas discapacitadas como aquellas “que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o senso-riales  a  largo  plazo que al interactuar con dichas

    barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad en igualdad de condiciones con las demás”. Allí se incluye a las personas que sufren alguna alteración visual, así como a los hipoacúsicos, y por más veras a quienes padecen ambas deficiencias sensoriales. De modo que las disposiciones de la Ley 982 de 2005 serán interpretadas y aplicadas en el contexto de la normativa contenida en la Ley 1996 de 2019, que desarrolló en Colombia la Convención incorporada por la Ley 1346 de 2009.


      Fueron los notarios, precisamente, quienes asumieron de inmediato el compromiso legal de establecer herramientas de ajustes para la población discapacitada en Colombia, de conformidad con los claros principios consagrados en la Ley 1996 de 2019. Hoy, las 920 edificaciones donde prestan el servicio los notarios, cuentan con la debida “señalización en braille” para que el discapacitado que entienda dicho lenguaje pueda identificar el lugar donde se encuentra, sin correr el riesgo de que otro sujeto con mala intención, o por ignorancia, proporcione una información contraria a la realidad. De igual modo, los entornos de accesibilidad de los despachos notariales están provistos de avisos con señas del lenguaje visual reconocido en el País, con las que se orienta a quienes entienden este sistema de comunicación.


          Ahora bien, el art. 9º de la Convención impone a los Estados adoptar medidas para que los ciudadanos afectados cuenten con cierta “asistencia  humana  o  animal  e  intermediarios, incluidos  guías,  lectores  e  intérpretes  profesionales  de  la  lengua  de señas, para facilitar el acceso a edificios y otras instalaciones abiertas al público”. Es, entonces, el Estado colombiano, como signatario de la Convención, el que se comprometió a promover el acceso a los servicios públicos, y fue con ese propósito que a los notarios se les obligó en plena pandemia de Covid19, a eliminar las barreras de acceso a la información de las personas con discapacidad sensorial. A partir de la expedición del Decreto 1429 de 2020, los notarios se vieron compelidos a realizar “los ajustes razonables que se requieran para garantizar la participación plena de la persona con discapacidad durante el trámite”, y disponer “de los servicios de mediación lingüística y comunicacional, cuando ello

    sea necesario.


        He destacado dos expresiones concretas, porque ellas tienen, cuestión no comprendida por algunas autoridades, un alcance semántico que requieren de una interpretación sistemática, no exegética, ni aislada. En primer lugar, es la ley la que debe requerir, es decir, exigir a la autoridad que actúe en determinado sentido para hacer viable, en un caso concreto, la solicitud del usuario. En otras palabras, una persona que sufra de alguna discapacidad debe estar legitimado por la ley para adelantar un determinado trámite notarial y el fedante obligado a proceder conforme a lo allí dispuesto. Si el asunto no compete al notario, como por ejemplo, una declaración de muerte por desaparecimiento, así sea un ciego, sordo o sordociego, no se atenderá ni se realizará ajuste razonable alguno, se repite, por virtud del principio de legalidad.


        La otra expresión subrayada: “cuando ello sea necesario” marca un límite que es lo primero a examinar para entender si es debida o “indebida” la exigencia de adoptar alguna herramienta que permita el ejercicio de un derecho a una persona con discapacidad. Si el Estatuto Notarial tiene consagradas las obligaciones del notario para cuando un sordo, o un ciego, pretenden otorgar un instrumento público, sea una escritura, una declaración o el reconocimiento de un documento, hay que partir de qué se considera necesario, a fin de saber si se requiere de algo o de alguien más en la tramitación requerida. O si es suficiente lo indicado por el legislador. En este sentido, en presencia de un usuario del servicio con alguna de las dos limitantes sensoriales, corresponde en primer lugar establecer si el sordo sabe leer en lenguaje castellano, o en otro idioma. También, si el ciego tiene su sentido auditivo en buena condición. En esos casos concretos no se requiere, o sea, no se exige, hacer ajuste alguno. 


         Bajo el expediente de “ajustes razonables” se han incoado acciones populares y de cumplimiento de manera abstracta y general, cuando la norma habla de que ellos se exigen para un caso específico. Esas  pretensiones absurdas afortunadamente han sido aterrizadas por los tribunales, con una hermenéutica constitucional sobre lo que no es racional ni razonable. , Y todo en consonancia con la el texto de la Ley 1996 de 2019, cuyo artículo 3º define esta expresión en forma inequívoca: 


    “6. Ajustes razonables. Son aquellas modificaciones y adaptaciones que no impongan una carga desproporcionada o indebida, cuando se requieran en un caso particular, para garantizar a las personas con discapacidad el goce o ejercicio, en igualdad de condiciones que las demás, de todos los derechos humanos y libertades fundamentales”.


        En los casos mencionados antes, del sordo y del ciego, lo debido, o sea, a lo que obliga la ley, es la intervención personal del Notario en el acto y, según el texto del artículo 36 del EN, que cumpla el deber de verificar que la lectura del documento la hace el compareciente sordo. Pero, si se trata de una persona ciega, únicamente será leído el instrumento por el Notario.   ¿Qué supone lo primero?   Que el sordo sabe leer y escribir.   ¿En qué idioma?,   en el que pueda expresar su voluntad de manera inequívoca

    siendo posible, hoy, hacerlo a través de un traductor que domine el Lenguaje de Señas Colombiano (LSC), actividad respecto de la cual debe contar con una licencia para ejercer ese oficio. En esa dirección el gremio notarial de Colombia estableció un contrato con la Federación Nacional de Sordos de Colombia (Fenascol), para prestar el servicio de intérpretes de LSC a los notarios. Se trata de una entidad sin ánimo de lucro, de segundo grado y reconocida por el Instituto Nacional para Sordos- INSOR, que, junto a su par: el Instituto Nacional para los Ciegos, INCI, trazan las políticas públicas para la inclusión y garantía de los derechos de sordos y ciegos, respectivamente. Este servicio de intérpretes de LSC está disponible cuando el compareciente quiere o necesita escuchar al Notario a través de un traductor, que tiene presencia virtual inmediata y en línea mediante una plataforma adoptada por las distintas asociaciones agrupadas en Fenascol, con lo que se genera una mayor participación del sordo en las decisiones que son de su interés legítimo.

        

       Con relación al usuario ciego, la ley notarial vigente parte del supuesto de que su audición no tiene limitación alguna, razón por la cual el legislador considera razonable que el Notario asuma el control de legalidad y dé lectura del contenido del instrumento en forma directa al otorgante del acto o negocio. Con tal actividad, considerada proporcional y debida, se garantiza el derecho a actuar en el trámite adelantado. Pero, si esta persona también sufre de sordera total, la lectura por parte del Notario ya no sería viable. Un ser humano en esta condición tiene una discapacidad potenciada que dificulta mayormente la manifestación de su voluntad. En esta eventualidad el Notario ha de establecer, primero, si se trata de una sordoceguera congénita o adquirida, en tanto las dos tienen connotaciones diferentes para efectos de su apoyo. El Notario, en consecuencia, debe realizar una entrevista exhaustiva a fin de verificar en primer término si el requirente de su servicio tiene alguna forma de comunicación eficaz a través de la cual pueda interpretar su voluntad para el acto jurídico rogado, lo cual es probable en el caso de una sordoceguera adquirida después de haber aprendido a hablar e, incluso, escribir. Si el usuario en esta condición expresa al Notario, inequívocamente y en forma verbal o escrita, cuál es el trámite que tiene decidido realizar, y se acompaña de alguien que le sirve de guía y transmite, a través de cualquier tipo de comunicación, lo que el Notario manifiesta, el servicio es posible prestarlo, y ningún ajuste razonable extraordinario ha de requerirse en la notaría.


        Situación distinta es la del sordociego que no puede darse a entender verbalmente, ni por escrito. En tal caso es posible que, a través de un guía, por lo general una persona del entorno familiar, tenga alguna forma de contacto, con la que pueda comunicarse e interpretar sus requerimientos. Sin embargo, para otorgar algún instrumento público en que asuma obligaciones y comprometa sus derechos, el notario se enfrenta en este evento a circunstancias más complejas, toda vez que a éste no se le puede exigir que cuente con capacidades comuicacionales extraordinarias, ni herramientas que le ofrezcan certeza para  establecer si el acompañante presente sea o no la persona idónea y comprometida para proteger al usuario afectado por la discapacidad señalada. Prestar el servicio notarial en esas condiciones conlleva un enorme riesgo, tanto para el usuaio como el notario, evitable si previamente se procede con la adjudicación de un apoyo. También es sumamente difícil comprobar que el intérprete expresa lo que está pensando el sordociego. Ello, en tanto, a diferencia del Lenguaje de Señas reconocido por todas las asociaciones nacionales e internacionales de sordos, como puede constatarse en el portal oficial del Instituto Nacional para Sordos (INSOR), no se conoce de un consenso similar de las comunidades de sordociegos, que tengan reconocimiento por parte del Instituto Nacional para Ciegos (INCI). 

         En Colombia se estima que hay cerca de 100.000 sordociegos mayores de edad, según el portal de la Asociación Colombiana de Sordociegos - SURCOE, y solo el 10.8% de ello, algo más de 10.800, presentan discapacidad total. Se trata de una población pequeña, por fortuna, fácilmente atendible por el Estado para garantía de sus derechos, a quienes se les podría adjudicar una persona de apoyo, y para lo cual los notarios de Colombia, en su compromiso de responsabilidad social, iniciarán actividades tendientes a atenderlos con sus guías intérpretes, de la mano de SURCOE, para lo cual se ha acordado un Convenio marco de cooperación con la organización gremial del Notariado. Esto es un ajuste razonable, para que estos ciudadanos puedan recibir, con un alto grado de probabilidad, la adjudicación del apoyo requerido para, a través de la persona designada como tal, tomar las decisiones que estimen convenientes a sus intereses. 


       Ciertamente, quien padezca de sordoceguera puede comunicarse de varias maneras. Así, a través de tocamientos o contactos dactilares, o con movimientos específicos previamente acordados. En España se inició la creación de la dactilología en 1987, un modo de comunicación que utiliza los dedos de las manos para transmitir información. Pero, en Colombia no existe un lenguaje único dada la heterogeneidad de esta comunidad y ninguno puede considerarse mejor que los otros. No todas las personas sordociegas se comunican de la misma forma, y las necesidades de comunicación e información son distintas, razón por la cual tiene que asumirse una dinámica de apoyo muy flexible. Por ejemplo, la recomendación de la Asociación de Sordociegos es que para cada persona con dicha discapacidad debe tener dos (2) guías intérpretes, por los riesgos anotados antes, personas que en los precisos términos del numeral 26 del artículo 1º de la Ley 982 de 2005, realizan “una labor de transmisión de información visual adaptada, auditiva o táctil, descripción visual del ambiente en donde se encuentre…”. Para cuando la ceguera no es total, los notarios colombianos ya tienen acceso a dos plataformas auspiciadas por el Ministerio de la TIC: JAWS y ZOOMTEXT, descargables en el portal oficial https://convertic.gov.co, con las que se puede prestar apoyo a personas con deficiencias visuales, pero   

    ninguna aplica como ajuste razonable para sordociegos. Lo aconsejable para éstas es acudir a la adjudicación de un apoyo, como lo ordena la Ley 1996/19.


       Conclúyese de lo antes expresado que, al examinarse la actual coyuntura de las notarías de la Nación, no es razonable, de ningún modo, pretender que cada notario contrate a un guía intérprete de manera permanente, cuando en la gran mayoría de las ciudades ni siquiera existen. Así mismo, el sordociego total que no puede darse a entender por algún lenguaje verbal, de seña o de tocamientos, no está autorizado para realizar ningún trámite ante los notarios, porque el legislador, como ya se advirtió, tiene establecido que el sordo o el ciego deben tener alguna posibilidad de expresar su voluntad. Si esa persona no tiene como hacer conocer su decisión al notario, tiene que acudir a la adjudicación de un apoyo. Para los sordociegos, el sistema más difundido es el dactilológico, que la Fundación ONCE de España, para la atención de Personas con Sordoceguera (FOAPS), aconseja utilizarlo como sistema de comunicación habitual. Pero, es imprescindible que el intérprete conozca la estructura de la lengua oral, es decir, va a ser utilizado principalmente por personas sordociegas postlocutivas.


         Ha de memorarse aquel pasaje de El Conde de Montecristo (1844), la novela de aventuras de Alejandro Dumas, y no huelga transcribirlo, cuando el notario asiste a escuchar el testamento del anciano Nortier. Una vez habiendo constatado aquel que su requirente estaba paralítico y mudo, exclama:


    -Permitid, caballero, y vos también, señorita -dijo el notario dirigiéndose a Villefort y Valentina-; es este uno de esos casos en que el oficial público no puede proceder sin contraer una responsabilidad peligrosa. Lo primero que hace falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente la voluntad del que le dicta. Ahora, pues, yo no puedo estar seguro de la aprobación de un cliente que no habla; y como no puede serme probado claramente el objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi ministerio es inútil y sería ejercido con ilegalidad. 


    El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del procurador del rey. Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la joven detuvo al notario.


    -Caballero -dijo-, la lengua que yo hablo con mi abuelo se puede aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo enseñárosla en pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?


    -Lo que el instrumento público requiere para ser válido -respondió el notario-; es decir, la certeza del consentimiento. Se puede estar enfermo de cuerpo, pero sano el espíritu".

     

    (El Conde de Montecristo: Capítulo segundo. La Pradera cercada). 

    Bogotá, mayo de 2023