Chambacú Corral de Negros

Eslabón de una cadena de padecimientos

(Basado en la obra de Manuel Zapata Olivella)

Chambacú, puente de acceso a la isla (1960)

Chambacú, puente de acceso a la isla (1960)

Guía de términos usados en este ensayo.

Chambacú: Palabra indígena katía. Pequeña isla de Cartagena - Colombia, antes un barrio habitado por descendientes africanos y hoy un parque de la ciudad. 

Palenque: Refugio de esclavos africanos que escapaban de sus amos. Existe cerca de Cartagena de Indias el municipio de San Basilio de Palenque, primer pueblo libre de América (1691), hoy Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad. 

Kilombo o quilombo: En Colombia, lugar políticamente organizado de esclavos cimarrones.

Cimarrón: Silvestre, que crece en la selva o huye hacia ella.

I. Introducción.

Chambacú, isla de libertad. Lo fue hasta la llegada de los conquistadores europeos a la bahía que llamaron San Sebastián de Calamar, después Cartagena del Poniente (para distinguirla de Cartagena del Levante, España) y rebautizada a finales de 1533 como Cartagena de Indias. Nombre indígena katío (jambakú es la proa de una embarcación). Esclavizados los caribes de la zona, fueron ellos muriendo a causa de la explotación sin límites de los conquistadores españoles. De los 25.000 indígenas que se estimaba había en Cartagena en 1533, solo quedaban 2.500 en 1575 (Bustillo 2013). Excluidos, por ser considerados apenas algo más que bestias. Ni la Bula Sublimis Deus (1537) de Pablo III (1468-1549), que explícitamente se refirió: a la racionalidad del indígena, a su innegable naturaleza humana y al consiguiente derecho a su libertad, frenó el desaforado apetito de los invasores.

Chambacú, palenque. Kilombo de africanos fugitivos, libertos, mulatos (hijo de español y africana) y zambos (hijo de español e indígena). Vencidos por los trabajos forzados en las encomiendas corruptas denunciadas insistentemente por Bartolomé de las Casas (1464-1566), dio paso al gran corral de negros. El fracasado experimento propuesto por el fraile sevillano (1552), de reemplazar a los nativos por campesinos españoles, primero, y por africanos, después, sólo condujo a Cartagena de Indias a erigirse en uno de los más grandes mercados de esclavos. Ya en 1621 la población afrodescendiente en Cartagena se calculaba en unos 20.000 esclavos (Bustillo, 2013). Expoliados y humillados. Como animales. Las lagunas de Matuna, pequeña planicie en los extramuros de Cartagena, les sirvieron de refugio, más allá de las murallas que con sus manos construyeron.

Chambacú, desposeída. Morada de marginados y prescindidos. Propiedad que fue del cuatro veces presidente de Colombia, Rafael Núñez, quien antes de morir se la donó a la familia de quien fuera su fiel cochero. Allí se inició su poblamiento, que en la mitad del siglo XX albergaba, según Zapata Olivella, a 10 mil familias. Quienes compraron en la década del 70 del siglo pasado, dijeron que solo eran 3.000, para reducir su precio real a pagar a la municipalidad.

Chambacú, corral de bestias. Gueto hasta su desaparición en 1971. Era la vergüenza mayor de “La Heroica”, la más bella herencia arquitectónica de la colonia en el Nuevo Mundo. Vergonzosa, sí, la manera como el Estado la “adjudicó” a unos privilegiados que urdieron lo que Zapata Olivella había presagiado una década atrás.

Chambacú, corral de negros”, novela que obtuvo en 1962 el premio Casa de las Américas. Si no la más bellamente escrita por el “caminante de la literatura y la historia”, un médico colombiano nacido el 17 de marzo de 1920 en Lorica y fallecido en Bogotá el 19 de noviembre 2004, sí es entre sus obras la que más impacta al lector. Un prosema sin igual, que exhala poesía en su expresión, pero rudeza en la épica de sus relatos. Escrita con fraseos cortos, como jadeantes. Cual monólogo de fugitivo. Sin descanso. Concebida con el alma por un afrodescendiente orgulloso de sus ancestros. El mulato colombiano con mayor reconocimiento internacional, por sus conocimientos y rescate de la historia sobre la diáspora africana en Latinoamérica, puso los cimientos de su “realismo mítico”, así autobautizado su concepto literario, culminado con la más hermosa epopeya sobre el éxodo y establecimiento de los negros en América: "Changó, el gran putas" (1983).

Al humanismo profundo del escritor cordobés, que trasciende la simpleza de la vida de unos excluidos, dedicamos estos breves comentarios, sobre una obra de ficción historiada del grande escritor de la afrocolombianidad. Ello, desde la perspectiva de la lucha de los negros para ser reconocidos, primero, como individuos de la especie humana. Pero, además, como un colectivo con valores inconmensurables, cuyo imaginario ha generado una dinámica social que muchos ignoramos. Chambacú es el eslabón que cierra una cadena de ignominia, tendida durante siglos desde las costas de Guinea hasta el Caribe colombiano. Eso sí, aparejada con una herencia libertaria, que corría por la sangre de los sojuzgados sin que sus cazadores lo atisbaran.

II. Sincretismo religioso y mestizaje musical, soportes de la identidad.

Insaciables mercaderes traficantes de la vida, vendedores de la muerte, las Blancas Lobas mercaderes de los hombres violadores de mujeres, tu raza, tu pueblo, tus dioses, tu lengua ¡destruirán! (Changó, el gran putas: Zapata Olivella, 1983)

Zapata Olivella alberga en su novela la protesta social, por la condición de avasallamiento material y espiritual de los descendientes de los esclavos importados, raptados del "continente Sin Frío". Su lucha contra la alienación producida no solo por las cadenas físicas, sino también por la superchería y por la religiosidad impuesta en su nueva tierra. El proceso de evangelización que se inició con los indígenas condujo a éstos y a los inmigrantes a un sincretismo religioso que les inyectaba el brío necesario para el aguante contra tantas adversidades. África, la poseedora del más acabado animismo: La magara o fuerza vital universal enlaza incluso a vivos y muertos. “La superstición y la magia le comunicaban vitalidad. Belcebú. El Ánima Sola. Los clavos de Cristo. La oración para alejar a Lucifer... Poderes sobrenaturales que venían cabalgando la mente de los negros desde el foso lejano de la esclavitud” (p. 48-49). La Cotena, madre del protagonista de la novela adoraba a la Virgen de la Candelaria, "patrona" de Cartagena. La pequeña escultura de madera dominaba su rancho. Como era blanca, le tiznó el rostro con hollín "para hacerla más morena, más misericordiosa. La había heredado de su madre. Chambacú conocía sus milagros". Pero algún resentimiento le guardaba por no sanar a su marido muerto "por el espolazo de un gallo" . Vitalismo en efigies y animales. El perro que la acompaña en el relato es retratado quejumbroso, o alegre, según los monólogos de su ama. Con capacidad de "razonar" sobre lo que esta hablaba, a veces "dudaba" el canino si la protagonista se dirigía a él o a alguna de las personas con quienes departía.

El escritor nos muestra en esa simbiosis mística, y en la fusión musical de los alegres tambores mensajeros con las gaitas reminiscentes, una fórmula de cohesión mestiza para resistir el avasallamiento al que estaban condenados. Pero despoja al negro de cualquier complejo de inferioridad por el color de su piel. Y explica la diferencia con el europeo, por una razón cultural, es decir, no derivada de circunstancias geográficas, ni de la naturaleza, ni mucho menos de su condición racial. Máximo, el personaje central de la novela, se lo revela a su cuñada Inge (la sueca compañera de su hermano José Raquel) cuando justifica la atracción sentida por los chambaculeros, que ansiosos esperaban todos los mediodías el baño de la joven rubia para observarla, desnuda, en el patio semicubierto por una cerca irregular: "Tu presencia nos hace sentir extraños... Nos revela nuestras limitaciones culturales. Vejados por la miseria, ni siquiera los instintos pueden realizarse normalmente. Pero no solo somos un saco de apetitos contenidos. Nuestra cultura ancestral también está ahogada. Se expresa en fórmulas mágicas. Supersticiones. Desde hace cuatrocientos años se nos ha prohibido decir “esto es mío”. Nos expresamos en un idioma ajeno. Nuestros sentimientos no encuentran todavía las palabras exactas para afirmarse" (p. 189).

El bagaje sonoro sobrevivió porque se entrecruzó, a la vez, con el de los otros supérstites del aniquilamiento: Los indígenas desterrados de -y en- su propio territorio. El baile, puro desfogue de sexos reprimidos, resultó victorioso. Pero, ante todo, un gran espíritu de resistencia que les sirvió para eternizarse. Su identidad colectiva estaba a salvo. "Gritos de hondos sentimientos de semen encarcelado, de libido negra contenida" (p. 114-115). La europea, poco a poco, lo fue comprendiendo. Pasaba las noches en duermevela. El sonido lejano de tambores “más persistentes que la lluvia” la acosaban, la embrujaban con atracción diabólica. Quería asomarse a su barullo, penetrar en su lenguaje. Descifrar cuanto querían decirle. Su música no le era impuesta. De hecho, ¿cómo un desposeído puede imponerle algo a alguien si la nada es el no-ser, y eso es lo mismo que el no-tener? Tampoco sus mitos y leyendas. No era su religión la de los vencedores, sino la de los vencidos.

Desde el éxodo, la música los acompañó siempre. El elemento llamado a preservar la unidad de un pueblo expatriado era, en primer lugar, su idioma. Aun cuando pertenecían a distintas naciones africanas con dialectos diferentes, entre ellos ya había mestizaje. Sucesivos cruces entre balunda, baluba y balulúa (Zapata, 2005), les permitió hablar en la misma lengua, aunque conservaran sus individualidades étnicas. Se aferraron a sus tradiciones, pero ellas terminaron olvidadas. La música, en cambio, los sobrepuso. Con sus danzas y cantos los esclavos y libertos no solo pudieron amainar la nostalgia del desarraigo, sino inyectarse alegría para luchar y resistir. Y con la preservación in pectore del culto a sus dioses lograron superar la debilidad en su desamparo.

Nada pudo despojarlos de lo único que el amo no podía disponer: El imaginario colectivo, sus metarelatos, guardados en lo más profundo de su alma.

Canción "Chambacú: La historia la escribes tú", Totó La momposina.

III. Condenados a morir por una causa ajena.

No hemos venido acá por nuestra propia voluntad. Nos han echado de todas partes y ahora quieren arrebatarnos la fosa que hemos construido para mal morir (Chambacú, p. 184)

Primero: por tan larga travesía. Penurias y condiciones de hacinamiento de cada “ataúd flotante”, como el tristemente célebre “Brookes”, en que viajaban desde tan lejanas tierras. Barcos diseñados para transportar a menos de 400 esclavos, llegaron a alojar a más de 800, dispuestos de tal forma que ni siquiera caminar podían. ¡Como bestias! Arribaban con vida a la bahía caribeña dos tercios de los embarcados, para ser sometidos a trabajos forzados en los que nada aseguraba su supervivencia.

Después: las murallas. Chambacú nació al pie de ellas, porque los esclavos fueron traídos a Cartagena para construirlas. En 1594, el presidente-gobernador general del Nuevo Reino de Granada, Antonio González, propuso a la Corona la importación directa de esclavos "por su buen precio en Cartagena" (Vélez, 2007). Mandingas, yolofos, minas, carabalíes, fiafaras, yorubas. Más de cuarenta tribus. “Los esqueletos de los esclavos muertos en ellas habrían bastado para levantar murallas más altas y extensas que las que vemos. Morían de hambre, de sed, de peste, de torturas. Se les enterraba en la playa, en el mismo lugar en que morían. Los que sobrevivían cavaban las fosas a sabiendas de que, al día siguiente, otros abrirían las suyas” (Chambacú, p. 96-97).

Y cuatro siglos más allá de su desarraigo: el Gobierno. En 1951, para cumplir con el extravagante compromiso de conformar un Batallón y enviarlo a la Guerra de Corea, se ordenó el reclutamiento masivo. Como el barco Almirante Padilla, que llevaría al contingente de colombianos hasta el lejano oriente (otra vez un nefasto barco), zarparía de Cartagena de Indias, fue la histórica ciudad la escogida para completar los 1080 hombres ofertados por Urdaneta Arbeláez, Ministro de Guerra del Gobierno conservador de Laureano Gómez, único Presidente depuesto por una cúpula militar que interrumpió en todo el siglo XX, durante 3 años, la democracia colombiana. Los jóvenes residentes en la Cartagena amurallada, la de españoles y criollos, no fueron los conscriptos. No eran ellos los llamados al inminente sacrificio. Al llegar a la plaza de toros, donde los negros de Chambacú se subían al cuadrilátero de boxeo a reventar sus sueños de gloria, los policías sólo buscaron en las graderías traseras donde se amontonaba el infortunio: “La guerra era caprichosa. Gustaba de los hombres humildes... Gente que se pudiera hacinar en sepulturas sin reclamar cruces ni monumentos" (p. 79). Y se los llevaron a la lejana península de Asia. A morir bajo condiciones climáticas jamás vividas. La defensa del paralelo 38 le costó al Batallón Colombia 130 muertos, 448 heridos, 69 desaparecidos, 30 prisioneros, de los cuales fueron canjeados 28 (Ospina Peña, 2013). De la isla de inmigrantes obligados, también se los llevaron a la fuerza, para desterrarlos nuevamente. Y solo uno se ofreció voluntariamente: José Raquel, hermano de Máximo, estibador del puerto, oficio que aprovechaba para introducir contrabando a la ciudad. Pero regresó vivo de la guerra, con una hermosa sueca, una moto y un abrigo de invierno. Y castrado. Sus otros hermanos se salvaron de ir a la guerra, porque Críspulo, gallero como el padre muerto por un espolazo, se hallaba en Barranquilla con sus gallos. Medialuna, el boxeador, noqueado por el hambre y por un “cachaco” que lo dejó en coma, logró escaparse al hundirse en el caño que separaba la Ciudad Amurallada con Chambacú. Y Máximo, porque estaba detenido por decimocuarta vez. 

IV. Lucha por el reconocimiento.

Pero América matriz del indio, vientre virgen violado siete veces por la Loba fecundada por el Muntú con su sangre, sudores y sus gritos —revelome Changó— parirá un niño, hijo negro, hijo blanco, hijo indio, mitad tierra, mitad árbol, mitad leña, mitad fuego, por sí mismo redimido ("Changó el Gran Putas", Zapata 1983).

Máximo retó al capitán que ordenó su reclutamiento para la guerra. Cuando éste le puso la pistola en su pecho descubierto, lo retó: “¡Dispare si es valiente!” El oficial no tuvo el coraje que le sobraba al joven rebelde, catorce veces preso. Pintaba letreros en los muros de Cartagena, reclamando para su gente a ser reconocidos como seres con derechos. No había nacido para recluta, sino para predicador, y seguramente se negaría a luchar a favor de los gringos, dice su hermano Críspulo, el gallero: “Si ellos quieren matar chinos y coreanos, será porque algo ganarán. Money. Es lo único que les interesa. Esos místeres tampoco saben lo que es democracia. Yo sé que allá cuelgan negros “ (p. 71-72).

El escritor es fiel a la historia y la recrea en su ficción. En 1599 el esclavo Benko Biohó, nacido en Guinea-Bissau, en el África occidental, escapó de su amo cuando zozobró la embarcación en la que servía de boga. Se adentró en la ciénaga de La Matuna, al sur de Cartagena de Indias, organizó un ejército de fugitivos y propició la fuga de más esclavos. Fue nombrado Rey por los palenqueros, y perseguido durante 14 años sin que lograran atraparlo (Catorce: las veces que apresaron a Máximo). Capituló ante el Gobernador, porque a sus huestes le ofrecieron tierras. Cuando llegó a Cartagena fue ahorcado el 16 de marzo de 1621.

Los levantamientos cimarrones siguieron todo el siglo XVII y el XVIII. La libertad decretada en la Ley de 1851 no se hizo realidad, en tanto no los reivindicó como personas. De esclavos pasaron a la condición de siervos y vasallos. Ahora como cocheros, cocineras, lavanderas. Sirvió para regresar de sus arcabucos a Cartagena. A Chambacú muchos de ellos. Y Máximo no estaba dispuesto a repetir el error de Biohó 150 años atrás. Lo tuvieron que liberar sin claudicar. Torturado durante casi dos años. Cuando su madre lo vio exclamó: “¿Eres tú, Máximo, ¿o tu espíritu?" (p. 156). Pero, su dignidad estaba intacta. A su regreso vio a Chambacú en una perspectiva más clara. Entonces se dio cuenta del valor de la familia. Y el ojo de la rubia Inge. “Creía que a ella debía en gran parte su desazón. Hubiera querido estar metido en su pupila. Mirar su propio mundo desde ese ángulo europeo. Las costumbres rústicas. La lucha por salir de la barbarie. La mente cargada de supersticiones. Esa noche larga y tenebrosa de cuatrocientos años. La vieja África transportada en los hombros de sus antepasados. Más dolorosa si la separaba de la civilización solo un caño de aguas sucias. Y ahora esa civilización entraba a compartir su miseria” (p. 158-159).

El poder de la resistencia. Sólo un sargento pudo doblegar el espíritu contestatario de Máximo. En su confusa mente pretendía abrirse campo la razón. La noticia del desalojo del tugurio no demoró en esparcirse. La Policía avisó que todos tendrían que salir de la isla, para construir un hotel de lujo. El desarrollo de la novela, cuyo horizonte de tiempo va de 1951 a 1953, describe hechos que el autor presagió como un oráculo infalible. Medio siglo después la isla de Chambacú fue dividida en dos partes, para un gran parque y la construcción de un centro comercial con hotel de máxima categoría, entre cuyos adquirentes, a principios del presente siglo, figuraron dos exministros de Estado interesados en privatizar el islote.

La movilización fue enorme. La plazoleta de Chambacú estaba atestada de los convocados por Máximo. “Chambacú o la sepultura, les era igual”. Allí fueron los apaleados, los recién llegados de Barú, Palenque y Malagana. Viejos y niños de mirada vacía por el hambre. “La policía comete un atropello. Cumplen órdenes de los que se dicen amos de esta isla. Ni siquiera la nación tiene derecho sobre la tierra que pisamos. Bien saben que, bajo este basamento de cáscaras de arroz y aserrín, solo hay sudor de negro" (p. 183-184). Hasta Inge se quedó a luchar por la gente de Chambacú. Por eso su interés en descubrir los secretos encerrados en cientos de años de historia. Eso la llevó a permanecer mucho tiempo al lado de su cuñado, lo que más pronto que tarde llegó a los oídos de su marido y despertó los celos de éste contra su hermano. José Raquel, devorado por los efectos retardados de la guerra, vivía entre el alcohol, la marihuana y las prostitutas del barrio, apenas a unos cuantos ranchos del suyo. Enyerbado había intentado matar a la escandinava con un machete. Mientras, ella se compenetraba con la prédica de Máximo: “Lucharemos por nuestra dignidad de seres humanos. No nos dejaremos expulsar de Chambacú. Jamás cambiarán el rostro negro de Cartagena. Su grandeza y su gloria descansa sobre los huesos de nuestros antepasados... Los ricos de Cartagena adoran a San Pedro Claver, pero no lo imitan. Para ellos es un santo muerto” (p. 197-198). A José Raquel se le había reincorporado como Sargento para que liderara la bienvenida a los Cuerpos de Paz de los Estados Unidos, y vitorearan a los norteamericanos en Chambacú, porque supuestamente donarían dineros para la isla. Aceptó, con la esperanza de recuperar a la europea y llevarla a vivir a la ciudad amurallada, con los blancos.

Pero el jefe de inteligencia propició un enfrentamiento entre los moradores del Corral. En el puente fue la refriega. Los policías hicieron disparos al aire para dispersar el tumulto. Unos corrieron y otros se tiraron al suelo. Sólo Máximo permaneció de pie. Hasta que se desplomó de un tiro en el pecho. Su hermano lo mató. Y murieron con él los sueños de esperanza de permanecer en Chambacú. En 1971, la isla fue totalmente desalojada. Sus moradores reubicados en otros barrios. Nuevamente desterrados, como sus ascendientes cercanos. En sus guetos siglo XX continuaron su cadena de padecimientos.

“Chambacú era un cementerio de fantasmas muertos” (p. 69)

"Rebelión" (1986). Joe Arroyo y Orquesta La Verdad. Autor: Álvaro José (Joe) Arroyo (1955-2011)

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