"Un clarinete suena en la eternidad"

La elegía en prosa con la que Gustavo Tatis Guerra solfea la inmortalidad de Lucho Bermúdez

Eugenio Gil Gil

No es una crónica. Tampoco una semblanza. "Todas sus canciones son su propia biografía", le advirtió al escritor la anciana de 102 años, Leda Montes, la primera esposa del portento musical bautizado como Luis Eduardo Bermúdez Acosta en la Parroquia Nuestra Señora del Carmen. Son, los relatos de Tatis, como en Whitman, versos libres para acompañar el eco de una música lejana: "¡Oh capitán, mi capitán! Levántate y escucha las campanas. ¡Levántate!... Para ti suena el clarín..."

Con Gustavo Tatis hacemos una peregrinación fantástica. Su obra es una "Matrix", la película de ficción, pero con una sola escena violenta. Esa que causó un profundo dolor en el alma de aquel adolescente de 15 años, aprendiz de militar, apenas capaz de empuñar un clarinete. El color luctuoso del instrumento ejecutado con la misma maestría del piccolo que su tío-abuelo le regaló cuando apenas tenía seis años, habría de recordarle por siempre la horrenda madrugada del 6 de diciembre del 28, cuando el General Cortés Vargas ejecutó la orden de disparar contra los trabajadores de las bananeras, algunos de ellos concentrados en la plaza de Aracataca.

Su correduría comenzó por Macondo, y jamás acabó. Hoy, ha de seguir sus andanzas melódicas en el más allá. Su abuela Concepción Montes lo llevó a Aracataca donde conoció "un diablo al que le llaman tren", dibujado por Escalona en su "Testamento". El ruido del enorme aparato amarillo turbaba el silencio de las aguas que aún conservaban las blancas, pulidas y gigantescas piedras, cual "huevos prehistóricos", que con pluma inmortal describió García Márquez. El Magdalena Grande, de Santa Marta a Chiriguaná, le mostró a Lucho Bermúdez un panorama integral: La música y el amor, fuentes primigenias de la sensibilidad humana. María Luisa, Flor y Filomena fueron sus primeras musas. Así también, con igual fuerza inspiradora, Leda, Matilde y Elba. De amores imposibles que le hicieron gritar, cual "guapirreo" en un fandango en Sincelejo... "¡Me voy de aquí!", hasta la culminación gloriosa de sus amores encontrados que lo convirtieron en el hombre romántico, tierno, dulce y sereno del que hablan todos los entrevistados por Gustavo.

Pero Tatis nos relata lo más importante: Cómo Bermúdez se tornó universal cantando a su aldea. Sin ser esa su pretensión, el músico trotamundos siguió el consejo que, dicen, dio Tolstoi a un novel pintor de desmedida ambición por compararse con el gran escritor y pacifista ruso. Carmen de Bolívar, donde Gustavo halló el viejo tinajero que aún conserva "la sed de los días ausentes", fue la acuarela aldeana que abrió el sendero. Colombia, su tierra querida, el óleo magistral que lo hizo global. La música que impactó a Bermúdez iba y venía, en imperceptibles aluviones melódicos, del Sinú a Cartagena. Y viceversa. Pasaba por las sabanas de Sahagún, la tierra de Tatis, y Sincelejo, donde se radicó su primo Néstor, el de los "Cuatro Vientos" y "Arrimaíto" que grabó el "inquieto anacobero" Daniel Santos, sí, el bolerista puertorriqueño, rebelde y admirado públicamente por Gabo. Y hacia el norte cruzaban porros, cumbias y gaitas más allá de los Montes de María en cuyas estribaciones está anclado Carmen de Bolívar. Allí está, como la Puerta de Alcalá, la aldea que universalizó al hijo de Luis Bermúdez Pareja e Isabel Acosta Montes, la joven madre que enviudó a los 23 años, cuando Lucho tenía 3 años de edad.

Cartagena de Indias, sin duda, marcó la dimensión de este "explorador de lejanías" como lo llama Gustavo. Aquel joven provinciano, de apenas 22 años, con extrema madurez venció las ínfulas europeístas atrincheradas en el "mausoleo de piedras doradas" donde se menospreciaban los aires melódicos que provenían del Caribe y Estados Unidos. Las nuevas agrupaciones, con jazz, cumbias y porros, irrumpían el ambiente colonial cartagenero, que por fortuna vivió, gracias a estas expresiones culturales, el auge de las auténticas armonías nacionales. Allí Lucho se hizo colosal. Compartió con los grandes exponentes de la poesía y la música. Con el Tuerto López y Adolfo Mejía. Con Camacho y Cano y después con el empresario Antonio Fuentes. Alternó con la cubanísima Casino de la Playa. "Qué sabor tienes con tu música, mi compay", le dijo Miguelito Valdés la estrella invitada, en agosto de 1939.

De Cartagena fue a Barranquilla y después a Bogotá. En la capital integró una orquesta que modificó la estética musical andina. Con pasillos y bambucos, Lucho Bermúdez supo entregar al público interiorano, también, la majestad de la cumbia y el embrujo del porro. No fue fácil tampoco. El escritor transcribe lo que con nostalgia racista se escribió en la prensa bogotana de aquel entonces: "El vals de Versalles ha muerto. El bailador y su pareja tienen que brincar, mover los ojos al tiempo que se eleva una pierna, mover las caderas en sentido giratorio y obsceno, fruncir el ceño y abrir las piernas como ranas". Hoy parece un chiste. No comprendían, ayer, que era el sentido de la identidad. La misma que Bartók descifró a sus 23 años, cuando escuchó a una niñera cantar melodías folclóricas húngaras y rumanas a los infantes que cuidaba. Danzas y canciones que lo consagraron al poco tiempo como uno de los más grandes compositores clásicos del siglo XX.

Gustavo Tatis muestra a un Lucho Bermúdez que, con unas dotes magistrales de asimilación y sincretismo armónico, sin traicionar la esencia de nuestra música trasciende las fronteras. Va a la Argentina, recién elegido Juan Domingo Perón, y se llevó la sorpresa de que en las emisoras bonaerenses se escuchaban porros suyos. Sesenta y seis canciones grabó allá y la huella imborrable de la cumbia se quedó por siempre en la región del tango y la milonga. Vino luego Medellín y Cali y después salió a Cuba y México. Ernesto Lecuona, otro niño prodigio, compositor, pianista, recordado por Siboney, quien llevó a las salas de conciertos habaneros la música afroamericana de los marginados, fue su anfitrión en La Habana. Nuestro viajero incansable era admirado en la Isla. Tatis habla de Valdés y Celia Cruz, quienes compartieron con él en el Tropicana y sus presentaciones radiales. México, en pleno esplendor de Pérez Prado y Benny Moré, también se rindió a los pies del aldeano universal.

Excelentemente escrita, “Lucho Bermúdez, un clarinete suena en la eternidad”, consagra al gran escritor, poeta y cronista cordobés, quien, como Zapata Olivella en “Chambacú, corral de negros”, se rebela contra el pretensioso “punto y coma”. Sólo puntos y comas hacen fluida la lectura de esta amena elegía a uno de los más grandes músicos colombianos. Gracias Tatis, por enseñarnos la vida de un ser ejemplar, que nos hace sentir orgullosos, y nos cantó que Colombia es un himno de fe y alegría. Por invitarnos a este viaje en un tren que, a diferencia del que transportó a finales de 1928 centenares de cadáveres, lleva un legado del hombre que pinceló a su tierra, al amor y a sus amigos, y todavía hoy nos deleita sin medida. "Soy el poeta del cuerpo y el poeta del alma. Los placeres del cielo son míos y los tormentos del infierno también. Los placeres, los injerto y los prolongo en mí mismo y los tormentos, los traduzco a una lengua nueva..." Así cantaba Whitman... "Y con mi aliento puro comienzo a cantar hoy y no terminaré mi canto hasta que me muera" pregonaba el padre del verso libre americano.